tre sus abiertos labios, se ocultaban por algún movimiento de éstos, en aquel brusco traqueteo. Á cada brinco, también Hands aparecía irse como sumiendo más y más, deslizándose sobre el piso de cubierta, avanzando sus pies hacia el lado de proa y la caja del cuerpo inclinándose hacia popa, de tal suerte que su cara se me fué ocultando gradualmente hasta que concluí por no ver nada de ella, excepto la oreja y una de las sortijas de la patilla.
Al mismo tiempo observé, en derredor de ambos, charcos de sangre negruzca sobre las tarimas, y comencé á abrigar la certeza de que aquellos hombres se habían dado la muerte mutuamente en su querella de borrachos.
Todavía contemplaba aquel espectáculo sin volver en mí de la sorpresa, cuando, en un momento de calma y antes de que el buque se meneara, Israel Hands se medio volteó y con un quejido vago se enderezó penosamente hasta colocarse en la posición en que primero le ví. Aquel quejido que acusaba, al mismo tiempo, dolor y debilidad mortal, y el aspecto que presentaba su quijada caida, me inspiraron de pronto una compasión inmensa. Pero al pronto recordé las palabras que oí en boca de aquel malvado, desde el barril de las manzanas, y todo sentimiento de piedad desapareció de mi corazón.
Marché resueltamente á popa y grité con un acento irónico:
—¡Hola, amigo Hands, venga Vd. á bordo!
Paseó penosamente la mirada en torno suyo, pero su trastorno y decaimiento eran tales que no cabía la sorpresa en su ánimo á aquellas horas. Lo más que hizo fué dejar escapar esta palabra única:
—¡Aguardiente!...