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LA ISLA DEL TESORO

Me ocurrió entonces que no debía perder un solo instante, y así fué que, esquivando el botalón que aún seguía golpeando como antes, marché á popa y bajé á la cámara por la escalera de la carroza.

La escena de confusión y desorden que allí presencié era indescriptible. Todos los armarios y muebles con cerraduras de llaves habían sido rotos para buscar la carta de Flint. El piso estaba saturado de lodo sobre el cual los rufianes aquellos se habían sentado á beber y á consultar, después de embriagarse en el marjal en torno de su hoguera. Las mamparas, cuyo color era blanco mate con franjas de oro, mostraban en toda su extensión las huellas de manos inmundas. Docenas de botellas vacías chocaban entre sí por los rincones ó rodaban con el movimiento de la goleta. Uno de los libros de medicina del Doctor estaba allí, abierto sobre la mesa, con un buen número de hojas arrancadas, de seguro para usarlas en encender las pipas con ellas. Y en medio de todo aquello la humeante lámpara enviaba aún su resplandor, pálido, casi tan oscuro como la sombra misma.

Bajé á la bodega: los barriles todos habían ya concluído, y en cuanto á las botellas era sorprendente el número de ellas que habían sido vaciadas y tiradas luego. Era evidente que desde que el motín comenzó ni uno solo de aquellos hombres había estado en su juicio.

Registrando aquí y allá me encontré una botella con un poco de cognac para Hands. Para mí, tomé algunos bizcochos, frutas en vinagre, un gran racimo de uvas y una tajada de queso. Con estas provisiones me presenté de nuevo sobre cubierta, coloqué mi parte á salvo, tras la cabeza del timón, fuera del alcance del timonel, avancé á