poco natural, y en cuanto á su preferencia del vino sobre el cognac la encontré de todo punto increíble. Todo aquello me olía simplemente á pretexto. Lo que él quería era que yo me ausentara de sobre cubierta; esto era claro como la luz; pero, con qué objeto, esto era lo que yo no me podía imaginar. Sus ojos esquivaban tenazmente los míos; sus miradas se paseaban de aquí para allá, de arriba á abajo, ya con una ojeada al cielo, ya con otra de soslayo al cadáver de O’Brien. Constantemente le veía sonreir ó sacar la lengua de la manera más llena de embarazo, de suerte que un niño podría haber conocido que aquel hombre meditaba alguna engañifa. Pronto estuve con mi respuesta, sin embargo, porque no se me ocultó de qué lado estaba mi conveniencia y que, además, con un sujeto tan completamente estúpido, me era muy fácil ocultar mis sospechas hasta el fin.
—¿Quiere Vd. vino?, le dije. Pues nada más fácil. ¿Lo quiere Vd. rojo ó blanco?
—Pues mire Vd., se me figura que maldita la diferencia, camarada, me replicó. Con tal de que sea fortalecedor y mucho ¿qué me importa el color?
—Está bien, le contesté; le traeré á Vd. Oporto, amigo Hands. Pero tengo que desenterrarlo del fondo de la bodega.
Dicho esto bajé la escalera de la carroza con todo el ruido que pude; luego me descalcé rápidamente, y corrí por la galería que comunicaba la cámara con la proa, subí por la escalera de la escotilla y saqué cautelosamente la cabeza por la carroza de proa. Yo sabía que Hands no se esperaba verme allí, pero no obstante tomé todas las precauciones posibles, y en verdad que aquello me sirvió