Por último, no sin tragar una ó dos veces, habló, conservando en su semblante las mismas señales de perplejidad. Para poder hablar había tenido que quitarse la daga de la boca, pero en todo lo demás permanecía sin cambiar de actitud.
—Jim, díjome; confieso que hemos andado haciendo tonteras tanto Vd. como yo, sí señor. Es preciso que hagamos las paces. Yo le hubiera cogido á Vd. con toda seguridad á no ser por esa barrera en que se ha colado. Pero no tengo suerte, amigo, ¡digo que no! Se me figura, pues, que tengo que rendirme, lo cual es cosa dura, ya lo entiende Vd., para un marino viejo, tratándose de capitular con un chicuelillo como Vd., Jim.
Estaba yo gozándome en esas palabras y sintiéndome allí tan satisfecho y orgulloso como un gallo sobre una pared, cuando en un instante casi inapreciable ví que echaba hacia atrás la mano derecha y que la levantaba de nuevo sobre el hombro. Algo como una flecha silbó en el viento, experimenté un golpe horrible, un tormento agudo y me sentí clavado contra el mástil por el hombro. En la espantosa sorpresa y dolor indecible de aquel momento, no sabré decir si fué con mi voluntad ó, lo que es más probable, con un movimiento inconsciente, y sin hacer puntería alguna, pero el hecho es que mis dos pistolas dieron fuego, se me escaparon de las manos y cayeron sobre cubierta. Empero no fueron ellas las únicas que cayeron. Con el impulso que hizo su brazo derecho para lanzar la daga, el timonel relajó la presión de su mano izquierda sobre el obenque y, no sin lanzar un espantoso grito de terror, cayó de cabeza adentro del agua.