había golpeado á medio pie de distancia, debajo de mí, mientras mi trabajo de ascensión iba en proceso; pero al último, allí estaba Israel Hands, con la boca abierta y con la cara vuelta á mí, en una actitud que me hacía verle como la perfecta estatua de la sorpresa y la contrariedad.
Comprendiendo entonces que podía disponer de algunos instantes, no los desperdicié, sino que al punto cambié el cebo de mi pistola, y ya con una lista para servicio, doblé las seguridades de mi defensa cargando de nuevo y cebando con igual cuidado la otra.
Aquella nueva operación mía impresionó á Hands en un alto grado; comenzaba á ver que el juego se le volvía en contra y así fué que, después de una corta vacilación, saltó él también pesadamente sobre los obenques, y poniéndose la daga entre los dientes para dejarse las manos libres, comenzó una ascensión lenta y penosa para él. Bastante tiempo y quejidos le costaba el arrastrar consigo aquella pierna herida, así es que tuve tiempo suficiente para concluir mis aprestos de defensa antes de que él hubiera avanzado siquiera un tercio del camino que tenía que recorrer. Empuñé entonces una pistola en cada mano y apuntándole con ellas le dije:
—Un paso más hacia acá, amigo Hands, y le vuelo á Vd. la tapa de los sesos. Ya he aprendido de Vd. aquello de que “los muertos no muerden,” añadí con una entonación de burla.
Como por encanto se detuvo en su marcha. Ví por el movimiento de su rostro que estaba tratando de pensar, pero en aquel cerebro estúpido pensar era un procedimiento tan lento y laborioso que, sintiéndome muy seguro, no pude evitar el reirme de él con todas mis ganas.