salíme yo afuera hacia el camino, pero él me llamó adentro inmediatamente y como no obedeciese su mandato tan pronto como él quería, un cambio instantáneo y espantoso se operó en su semblante enjuto, y me repitió su orden acompañándola de un juramento que me hizo brincar. Tan luego como estuve de nuevo adentro resumió él su primitiva actitud, mitad halagüeña, mitad burlona, dióme una palmadilla sobre el hombro y me dijo:
—Vamos, chico, tú eres un buen muchacho, yo no he querido más que asustarte de broma. Yo tengo un hijo de tu edad, añadió, que se te parece como un motón á otro, y te aseguro que ya es él el orgullo de mi arte. Pero la gran cosa para los muchachos es la disciplina, chico... mucha disciplina. Mira, si alguna vez hubieras tú navegado con Bill, á buen seguro que te hubieras quedado allí esperando que te hablaran segunda vez; yo te digo que no. Nunca Bill ha obrado de otro modo, ni ninguno de los que han navegado con él. Ahora bien, no me engaño, allí viene el camarada Bill con su anteojo bajo el brazo, bendito sea su viejo arte que me permite reconocerlo. Sea en hora buena: tú y yo, muchacho, vámonos allá detrás, á la sala, y nos esconderemos tras de la puerta para dar á Bill una pequeña sorpresa; y bendito sea de nuevo su arte una y mil veces!
Al decir esto mi hombre retrocedió conmigo á la sala y me colocó detrás de él, en el rincón, de tal manera que á ambos nos ocultaba la puerta abierta. Yo estaba positivamente inquieto y alarmado, como es fácil figurárselo, y añadía no poco á mis temores el observar que aquel nuevo personaje tampoco las tenía todas consigo. Yo le veía alistar el puño de su cuchilla y aflojar la hoja en la