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“¡PIEZAS DE Á OCHO!”

¿Qué era ello? ¡Ah! nada menos que el concierto sonoro de los ronquidos de mis amigos, durmiendo todos apaciblemente. El grito del centinela nocturno de á bordo que nos anunciaba á las altas horas “¡todo va bien!” jamás sonó más agradablemente á mi oído.

Por lo pronto, en lo que no cabía la menor duda era en que en mi campo la vigilancia era de todo punto detestable. Si Silver y sus hombres fueran en aquel instante los que estuvieran cayendo sobre mis amigos, de seguro que ni uno solo vería levantarse la luz del nuevo día. Eso era lo que influía, pensé yo, el tener al Capitán herido; raciocinio que me hizo reprocharme una vez más el haberlos dejado en aquella situación peligrosa, con tan pocas personas hábiles para montar la guardia.

Á la sazón ya había llegado á la entrada y estaba allí, de pie. Todo era oscuridad adentro y mis ojos no podían distinguir nada en la densa tiniebla de aquel recinto. En cuanto á oir, ya se comprenderá que en aquel punto era, para mí, mucho más distinta y perceptible la música de los ronquidos. Á ella se añadía, aunque fuese del todo insignificante, un ruido ligero como de alas ó picoteo casi imperceptible.

Con las manos hacia adelante avancé resueltamente al interior. Mi intento fué acostarme en mi lugar de costumbre, y, añadí riendo para mis adentros, ¡cómo me voy á divertir viendo las caras que ponen mañana cuando me vayan viendo!

Mi pie tropezó con algo que cedía á mi paso: era la pierna de uno de aquellos descuidados dormilones que, á mi contacto, no hizo más que murmurar y volverse del otro lado; pero sin despertar.