Pero en aquel instante, y como partiendo del rincón más oscuro de la pieza, una voz chillona y aguda prorrumpió desaforadamente:
—¡Piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho!... y continuaba así incansable y sin respiración como una carraca.
¡Aquel era Capitán Flint, el loro verde de Silver!
Él era el que producía el rumor ligero que yo escuché, picoteando una corteza de los maderos del muro.
Él era el que, ejerciendo una vigilancia mucho mejor que la de una criatura humana, acababa de anunciar mi llegada con su incansable refrán.
No tuve el tiempo siquiera indispensable para recobrarme. Al grito agudo y penetrante del loro todos los roncadores se despertaron y se pusieron en pie, escuchándose al punto la voz imponente de Silver que, con el acompañamiento obligado de una insolencia, gritó:
—¿Quién va?
Me volví para correr, pero dí contra una persona; híceme á un lado para buscar nuevo camino y caí en los brazos de otra que, por su parte me estrechó violentamente teniéndome bien apretado.
—Trae una antorcha, Dick; dijo Silver cuando mi apresamiento estaba asegurado.
Entonces uno de aquellos hombres salió del reducto y momentos después volvió con un hachón encendido.