En cuanto que Silver se hubo sentado hizo ciertos cálculos con la brújula.
—Hay tres “árboles elevados” dijo, hacia la dirección de la línea marcada rectamente del Islote del Esqueleto. “La vertiente del Vigía,” ya lo entiendo; esto significa aquel punto en declive hacia allá. Pues ahora es ya un juego de niños el encontrar la hucha. Me parece, sin embargo, que haríamos bien en comer primeramente.
—No me siento muy filoso, murmuró Morgan. Este pensamiento de Flint me ha quitado el apetito. ¡Ah! si Flint estuviera vivo, yo podría darme ya por muerto.
—Ah, vamos, hijo mío, dijo Silver; dale gracias á tu buena suerte. Flint no tiene nada que hacer ya en este mundo.
—Era un diablo bien horroroso el tal Flint, exclamó el tercer pirata. ¡Con aquella eterna cara de murria!
—Fué el rom el que le produjo aquel tinte azulado y aquella expresión de esplín; aunque “murria” como tú dices, me supongo que es una mejor palabra.
Desde que habíamos descubierto el esqueleto de Allan y dado margen con él á esta clase de pensamientos, la voz de los piratas había ido bajando, bajando, hasta que, en aquel punto, ya no era casi más que un ligero murmullo cuyo sonido escasamente podría decirse que interrumpiese el silencio misterioso de la selva.
De repente, como del medio de los árboles que había frente á nosotros, una voz aguda, penetrante, temblorosa, prorrumpió en la lúgubre y conocida cantilena:
“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,
Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!”