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LA CAÍDA DE UN CAUDILLO

—Por lo visto ya es Vd. de los nuestros otra vez.

No tuvo tiempo para contestarme. Los filibusteros, con gritos y maldiciones de todo género, comenzaban á brincar adentro del hoyo unos tras de otros, cavando rabiosamente con sus propias uñas y haciendo caer los bordes de la fosa al hacer esto. Morgan se encontró una pieza de oro. Alzóla en sus manos con una verdadera explosión de juramentos: era una moneda de valor de dos guineas y fué pasando de mano en mano durante unos quince segundos.

—¡Dos guineas!, rugió Merry enseñando aquella pieza á Silver y sacudiéndola en alto. ¿Son estas tus setecientas mil libras? ¡De veras que eres tú el hombre para hacer contratos! Tú eres el que aseguras que jamás empresa se ha echado á perder entre tus manos, viejo imbécil, haragán, ¡cabeza de alcornoque!

—¡Escarben, escarben, muchachos!, gritó Silver con la más fría insolencia; no me sorprenderá que todavía encuentren algunos cacahuates.

—¡Cacahuates!, repitió Merry en un grito salvaje. ¿Camaradas, lo han oído Vds.? Pues ahora tengo la seguridad de que ese infame lo sabía todo. No hay más que mirarle á la cara; allí le leo yo su traición.

—¡Hola, Merry!, le gritó Silver; ¿ya piensas proponerte de nuevo para capitán? ¡Eres un chico emprendedor, no cabe duda!

Pero lo que es por esta vez todos estaban decididamente del lado de Merry. Uno tras de otro, todos fueron echándose afuera de la excavación, arrojando miradas furiosas tras de sí. Una cosa observé en aquellos críticos momentos, que por cierto nos favorecía en gran manera, y