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CAPÍTULO XXXIII
LA CAÍDA DE UN CAUDILLO

Jamás trastorno alguno en la vida ha sido más sentido que aquel. Se diría que un rayo había herido á todos aquellos hombres. Pero á Silver el golpe le pasó en un instante. Todas las facultades de su alma se habían concentrado por un rato en aquel tesoro, es verdad; pero el instinto le hizo recobrarse en un segundo: su cabeza se alzó firme, su valor apareció al instante y ya había formado todo su plan cuando los otros aún no acertaban á darse cuenta exacta del terrible chasco.

Y al punto, dándome una pistola de dos cañones, me dijo:

—Toma esto, Jim, y preparémonos para una querella.

Al mismo tiempo comenzó á trasladarse sin precipitación hacia el Norte, y á pocos pasos ya había puesto la excavación entre nosotros y los otros cinco. En seguida me dirigió una mirada y me hizo con el dedo una señal muy significativa como diciendo: “Aquí se juega el pellejo,” en lo cual estaba yo de acuerdo. Empero sus miradas eran ya de todo punto amistosas, y yo me sentí tan indignado con estos frecuentes cambios, que no pude menos que decirle: