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LA ISLA DEL TESORO

hombres que han perecido pesen al cuello de Vd. como piedras de molino.

—Gracias de nuevo, gracias muy cordiales, señor, exclamó Silver saludando otra vez.

—Le desafío á Vd. á que vuelva á pronunciar esas palabras, dijo con vehemencia el Caballero. He allí una irrisión de mi deber. ¡Quédese Vd. detrás de todos!

Dicho esto entramos todos á la gruta. Era esta una gran estancia bien ventilada, con una fuentecilla y una represa pequeña de agua clara circundada de helechos. El piso estaba enarenado. Ante un grande y confortable fuego yacía el Capitán Smollet, y en un rincón más apartado, mal iluminado por los resplandores oblícuos de la hoguera, advertí un gran montón de monedas y un cuadrilátero formado con barras de oro. Aquel era el tesoro de Flint que desde tan lejos habíamos venido á buscar y que, á aquellas horas, había costado ya las vidas de diez y siete de los tripulantes de La Española. ¿Cuántas más habría costado el reunirlo, cuánta sangre vertida, cuántos amargos duelos ocasionados, cuántos buques arrojados al fondo inmenso del océano, cuantos hombres haciendo con los ojos vendados el horrible “paseo de la tabla,” cuantos cañonazos disparados, cuanta mentira, cuanto engaño, y cuantas crueldades?... He aquí una cosa imposible de inquirir. Y sin embargo, allí mismo, en aquella isla, andaban aún tres hombres que habían tenido su participación en aquellos crímenes: Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn; y cada uno de ellos había esperado en vano tener su participación en la recompensa.

—Ven acá, Jim, díjome el Capitán. Tú eres un buen muchacho en tu clase; pero no creo que tú y yo volvere-