miso de pasar al interior del establecimiento para un pequeño asunto.
El criado nos condujo á un pasillo esterado á cuyo extremo nos mostró la gran biblioteca, toda forrada de inmensos estantes, coronados de bustos de sabios de todas las edades. Allí encontramos al Caballero Trelawney y al Doctor Livesey, charlando animadamente, puro en mano, á los lados de un fuego alegre y brillante.
Hasta aquella noche no había yo tenido ocasión de ver de cerca al Caballero Trelawney. Era un hombre alto, de más de seis pies de estatura y de anchura proporcionada, con un rostro agreste, áspero y encarnado que sus largos viajes habían puesto así, como forrado por una máscara. Sus pupilas eran muy negras y se movían con gran vivacidad, lo cual le daba la apariencia de poseer un temperamento, no diré malo, pero sí violento y altivo.
—Pase Vd., Sr. Dance, dijo entonces, en un tono benévolo y amable.
—Buenas noches, Dance, dijo á su vez el Doctor con una inclinación de cabeza. Y buenas noches, tú también, amigo Jim, ¿qué buenos vientos traen á Vds. por acá?
El Inspector quedóse de pie, derecho y tieso como un veterano, y contó lo acaecido como un estudiante que recita su lección. Era de verse cómo aquellos dos caballeros se acercaban insensiblemente, y qué miradas se dirijían el uno al otro, embargándoles la sorpresa de tal modo que hasta se olvidaron por completo de fumar sus puros. Cuando se les refirió cómo mi madre había vuelto sola conmigo á la posada, el Doctor se dió una buena palmada en el muslo y el Caballero Trelawney exclamó: