volando hacia la región del ensueño-; muerto de cansancio y afligido de un grave desconcierto cerebral, que todavía persiste, aunque con atenuaciones temporales. Créame, Floriana; viéndola a usted y escuchándola, mi ser se ennoblece y se eleva, tomando las direcciones que usted quiera darle. Con Floriana voy al extremo delirio o a la razón serena... En la razón estamos ahora. Adelante.
-Si he de hablarle con sinceridad, mi amigo don Tito -contestó ella con gracia un tantico burlona-, no entiendo bien lo que acabo de oírle. Pero pues estamos en plena razón, ya trataremos de... de eso... que usted razonablemente me explicará».
En este punto, entró de la calle Doña Caligrafía, cuyas facciones y talle de persona distinguida y bien apañada se me quedaron muy presentes desde que en Balsicas nos dio las primeras referencias de la localidad. Era una señora de buen porte, algo ajada y canosa, natural de Cartagena, y según después supe, maestra insigne en el arte de pendolista. Entregó a Floriana varios paquetes de compras, entre ellos una cajita de cartón que me pareció de dulces o pasteles. En el mismo instante apareció por otro lado Doña Aritmética, y las medias palabras que de boca de las tres oí, hiciéronme comprender que era la hora de la comida. Me levanté para despedirme, y Floriana me dijo: «¿Se va usted porque es hora de comer? No tenemos prisa. Si quiere usted honrarme otro día, le prepararemos algo que sea de su gusto. Venga usted a