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La ciudad de Dios

atiendan á si son buenos y virtuosos sus vasallos, sino á sí obedecen sus órdenes; que las provincias sirvan á los reyes, no como á gobernadores ó primeros directores de sus costumbres, sino como á señores ó dueños absolutos de sus haciendas, y como á proveedores ó dispensadores de sus deleites y regalos, y al mismo tiempo que los honren y reverencien, no sinceramente ó de corazón, sino que los teman servilmente; que castiguen severamente las leyes, primero lo que ofende á la vida ajena que lo que daña á la vida propia; que á ninguno lleven á la presencia del juez, sino el que fuere perjudicial á los bienes, casa ó salud ajena, ó fuere importuno ó nocivo por sus costumbres relajadas; que en lo demás, con sus afectos ó deudos, ó de los haberes de éstos, ó de cualesquiera que condescendiere y no lo repugnase, haga cada uno lo que más le agradare; que asimismo haya abundancia de mujeres públicas, ó para todos los que quisiesen participar de su beldad, ó particularmente para los que no pueden tenerlas en su casa; que se edifiquen grandes, magníficas y suntuosas casas donde se frecuenten los saraos y convites, y donde, según le pareciere á cada uno, de día y de noche juegue, beba, se divierta, gaste y triunfe; que continúen sin interrupción los bailes, hierban los teatros con el aplauso y voces de la alegría; que se conmuevan con la representación de actos deshonestos y todo género de deleites tan abominables y torpes, y que sea tenido por enemigo público el que no gustare de esta felicidad; que cualquiera que la intentase alterar ó privar puedan todos libremente echarle á donde no le oigan, le destierren donde no sea visto y le saquen de entre los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que procuraron que el pueblo consiguiese esta felicidad, y, conseguida, supieron inventar medios para conservarsela; que los reverencien y tributen culto del modo que