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La ciudad de Dios

ble y funesto contagio, fué obligada Roma á traer de Epidauro á Esculapio, como á dios Médico, porque á Júpiter, rey universal de todos, que ya había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, los muchos estupros y liviandades en que entendió siendo joven, no le dieron quizá lugar para estudiar la medicina? ¿O cuando, conjurándose á un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas, etruscos y galos senones, primeramente les mataron sus embajadores y después rompieron y derrotaron el ejército con su pretor, muriendo con él siete tribunos y 13.000 soldados? ¿O cuando en Roma, después de graves y largas discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se amotinó y retiró al Janículo? Siendo tan terrible este infortunio y calamidad, que por su causa hicieron dictador á Hortensio, cuya nominación sólo se ejecutaba en los mayores apuros, quien habiendo sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no había acaecido á ningún dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente á Esculapio, fué culpa más grave.

Después de esto se excitaron por todas partes tantas y tan crueles guerras, que, por falta de soldados, recibían en la milicia á los proletarios, los cuales se llamaron asi, porque su único y principal encargo era multiplicar la prole y generación, no pudiendo por su pobreza servir en la guerra. Entonces los tarentinos trajeron en su favor á Pirro, rey de Grecia (cuyo nombre en aquel tiempo era muy famoso), quién se declaró enemigo acérrimo de los romanos; y consultando éste al dios Apolo sobre el suceso que había de tener la guerra, le respondió con un oráculo tan donoso y ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que sucediese podía quedar con la reputación y crédito de adivino, porque dijo asi: «Digo á tí, Pirro, poder vencer los romanos»; y de esta manera ya los romanos venciesen á Pirro, ó Pirro á los