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La ciudad de Dios

ria ansia de gloria y alabanza no hubiera pedido á los rendidos cartagineses condiciones más duras de las que ellos podían sufrir. Si la prisión impensada de aquel célebre general; si la esclavitud y servidumbre indigna; si la fidelidad del juramento y la bárbara crueldad de su muerte no empacha ni avergüenza á los dioses, sin duda es cierto que son de aire y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos males y desgracias; porque saliendo de madre el río Tíber fuera de lo acostumbrado, arruinó casi toda la planicie de la ciudad, llevándose parte con el furioso impetu y avenida, y derribando parte con la humedad reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas las aguas en las calles. Consiguiente á esta desgra cia fué la que subsiguió luego de fuego, aun más perjudicial que la anterior, pues pegándose y prendiendo por la plaza en los más altos y encumbrados techos, no quiso perdonar ni aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que no eran tan honradas como condenadas vírgenes conservarle y darle, añadiéndole con diligencia leña, como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo vivía, sino que también se fomentaba más y más; de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las virgenes, no pudiendo salvar de tan voraz incendio aquellos fatales dioses que habían ya oprimido tres ciudades, donde habían tenido au residencia, el pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida, y atravesando valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante chamuscado: porque ni aun á él le conoció el fuego, ni tampoco había allí Dios, que cuando le hubiera no huyera; antes más bien podemos decir que el hombre pudo ser de más importancia á los dioses del templo de Vesta que ellos al hombre. ¿Y si á sí propios no se podían defender del