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La ciudad de Dios

en España y pasando los montes Pirineos, atravesando y corriendo la Francia, rompiendo los Alpes, acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo, talando y sujetando cuanto se le ponfa delante y dando consigo, como una impetuosa é imprevista avenida, en el centro de Italia, ¡cuán sangrienta se hizo la guerra; qué de reencuentros y choques que hubo; qué de veces fueron vencidos los romanos; qué de lugares se humillaron y rindieron al enemigo; cuántos de éstos fueron entrados á fuerza de armas y saqueados; cuán crueles y horribles batallas se dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y deadoro de los romanos! ¿Qué diré, pues, de aquella rota horrible y digna de admiración padecida en Cannas, donde Aníbal, no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la sangre de sus enemigos, dicen mandó á sus soldados que los perdonasen las vidas, enviando desde allí á Cartago tres celemines de anillos de oro, para dar á entender que en el combate había muerto á tantos individuos de la nobleza romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar; y asimismo para que se conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería sin duda tanto más numeroso cuanto más débil. Fnalmente, después de esta batalla sobrevino una tan notable falta de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban y echaban mano de hombres facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sua crímenes, dando también en libertad á los esclavos, y con todos no tanto suplieron cuanto formaron un vergonzoso ejército. Estos esclavas (pero no agraviemos á los ya libertados) que habían de pelear por la república faltándoles las armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados á tomar las de los templos, como si dijeran los romanos á sus dioses: «Dejad lo que tanto tiempo habéis tenido en vano, por si acaso nuestros esclavos pueden hacer algo de provecho con lo que vosotros, siendo nuestros dioses,