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San Agustín

sus propias muertes como con las ajenas; porque además del estrago que por diversas partes hicieron, cercaron también el Senado, y de la misma Curia, como de una carcel, los iban sacando al matadero. El pontifice Mucio Scébola (ouya dignidad entre los romanos era la más sagrada, como el templo de Vesta donde servía) ae abrazó con la misma ara, y allí le degollaron; y aquel fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de las vírgenes siempre ardía, casi pudo apagarse con la sangre vertida del sumo Sacerdote. En seguida entró Sila victorioso en la ciudad, habiendo primeramente en el camino, en un lugar público (encarnizándose no ya la guerra, sino la paz), degollado, no peleando, sino por expreso mandato, setenta hombres que se le habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la ciudad cualquiera partidario de Sila mataba al que quería, era imposible contar los muertos; hasta que advirtieron á Sila que era conveniente dejar á algunos con la vida, para que hubiese á quien pudiesen mandar los vencedores..

Entonces, habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar, que por todas partes se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso una tabla ó lista que contenía veinte personas que se habían de matar y proscribir del estado noble, contándose así de los caballeros como de los senadores un número sumamente crecido; pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por ver morir á tantos era tanta la afficción, como era la alegría de ver á los demás libres del temor. Sin embargo, de la misma seguridad de los demás (aunque cruel é inhumana) hubo motivos suficientes para compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes que padecieron algunos de los que fueron condenados á muerte; porque hubo hombre á quien, sin intervención de hierro, le hicieron pedazos entre las manos, despedazando los verdugos á