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La ciudad de Dios

cuyo punto advierto ahora que me conviene hablar, y aun más del acrecentamiento del imperio romano, porque del pernicioso engaño de los demonios, & quienes adoraban como á dioses, y de los grandes daños que ha causado en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el Libro segundo. En el discurso de todos tres libros, donde lo juzgué á propósito, referí igualmente los imponderables consuelos que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios á los buenos y á los malos por amor á su santo nombre, á quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto nombre de Aquel que hace salga su sol sobre los buenos y los malos, y que llueva sobre los justos y los injustos.



CAPÍTULO III

Si la grandeza del imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe computar entre los bienes que llaman, así de los fe lices como de los sabios, Veamos ya y examinemos las causales que pueden alegar para demostrar la grandeza y duración tan dila.


tada del imperio romano, no sea que se atrevan á atribuirla á estos dioses, á quienes, insisten, han reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de hombres impúdicos, aunque primero quisiera indagar en qué razón ó prudencia humana se funda, que no pudiendo.probar sean felices los hombres que andan siempre ocupados en un tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la sangre de sus ciudadanos ó de otros ene-