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La ciudad de Dios

· LA CIUDAD DE DIOS 917 federados para entablar esta nueva sociedad. Digo lo mismo, que el imperio romano, siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que había sujetado, espantoso y terrible su nombre á las demás, experimentó terribles vaivenes de la fortuna, y temió con justa razón, viéndose oprimido de una dificultad bastante grave de poder escapar de una terrible calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose á Campania de la casa ó escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado de tres famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia. Dígannos: ¿qué Dios ayudó á los revelados para que, de un pequeño latrocinio llegasen á poseer un reino, que puso terror á tantas y tan exhorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese muy prolongada? Luego bajo este supuesto, á nadie favorecen los dioses para que reine, pues que todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura poco tiempo en cada hombre, y lo que de uno en uno en todos se desaparece como humo. ¿Qué les importa á los que en tiempo de Rómulo adoraron los dioses, y hace tantos años que murieron, que después de su fallecimiento haya crecido tanto el imperio romano, estando ellos en los infiernos siguiendo sus causas? Si buenas ó malas, no interesa por ahora al asunto que tratamos, y esto se debe entender de todos los que por el mismo imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos días con otra vida lo pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el insoportable peso de sus acciones criminales; y si, con todo, los beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron á los gladiadores, que rom-