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San Agustín

dos y con señales tan obscuras, que apenas lo sabían hombres doctísimos: así que en ninguna manera despreciara Júpiter á la Felicidad, como á él le despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que no cedieron á Júpiter, sin duda que cedieran su lugar á la felicidad que les dió por rey á Júpiter, ó si no se le de jaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser desconocidos en la casa de la Felicidad, que ser sin ella ilustres en sus propios lugares. Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos adonde habían de acudir por la ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre superflua de los demás dioses, adoraran á sola la Felicidad; á ella sólo fueran las rogativas, sólo au templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno solo que lo repugnase. Ella misma fuera á la que los hombres dirigieran sus plegarias, ella sola á la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque ¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, ó lo que piensa que importa para la felicidad? Por tanto, si la felicidad tiene en su mano el hallarse con la persona que quisiere (y tiénelo sin duda si es diosa), ¿qué ignorancia tan crasa es pedirla á otro dios, pudiéndola alcanzar de ella propia?

Luego debieran estimar á esta diosa sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque, según se lee en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones á no sé qué Summano, á quien atribuían el descenso de los rayos que caían de noche, aunque con más religiosidad que á Júpiter, á quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día: pero después que edificaron á Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su excelencia y majes-