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La ciudad de Dios

tu ó del alma. Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de 170 años adoraron y veneraron á los dioses sin simulacros, cuyo método, dice, si todavía persevera, con más castidad y santidad se reverenciaran los dioses. Y en abono de su dictamen cita, entre otros, por testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su discurso diciendo: «Que los primeros que introdujeron en el pueblo los simulacros ó efigies de los dioses, quitaron el miedo á sus ciudadanos y las añadieron errores: » advirtiendo, como prudente, que fácilmente podían despreciar los dioses por la tosca fábrica de que se formaban sus imágenes; y en no decir enseñaron errores, sino que los añadieron quiere dar á entender ciertamente, que también sin los simulacros había ya errores. Por eso cuando dice que sólo acercaron á indagar lo que era Dios los que se persuadieron era el alma que gobernaba el mundo, y es el dictamen que más casta y santamente se observa la religión sin simulacros, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la verdad? Porque si valiera contra la antigüedad de un error tan craso y envejecido de raciocinio, sin duda pronunciara lo uno, que había un sólo Dios, por cuya providencia, creía, se regía el universo; y lo otro, que á éste debía adorarse sin simulacros. Y así, hallándose tan cercano á las primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando que el alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una naturaleza inconmutable que había criado asimismo á la misma alma.

Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes autores han hecho mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de Dios á confesarlas como son, que procurado persuadirlas. Quando citamos algunos testimonios de éstos, los alegamos para convencer á los que no