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San Agustín

tad alguna los dioses á quienes ellos adoraron con vanos ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en este libro sobre la cuestión ó controversia del hado, y no sé que nadie que estuviere ya persuadido de que el imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba á los falsos númenes, á qué hado pueda atribuir au opulencia, sino á la poderosa voluntad del sumo y verdadero Dios. Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen á los falsos dioses y sacrificasen en holocausto sus víctimas, no á Dios, sino á los demonios; con todo, eran deseosos y aficionados á elogios, eran liberales en expender el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria inmortal; á ésta amaron ardientemente, por esta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir. Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de gloria: finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron con toda su posibilidad que fuese señora absoluta. De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, establecieron su gobierno anual nombrando dos gobernadores, á quie nes llamaron cónsules de consulendo, porque daban ó pedían consejo á sus ciudadanos en los asuntos más delicados, no reyes ó señores de reinar ó dominar con despotismo, aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos, como queda dicho, de regir; pero el fausto y pompa real no se tuvo por oficío y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y