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La ciudad de Dios

acogían á su sagrado. ¿Diremos acaso que así lo practicaron, y que sus historiadores dejaron al silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas á esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo característico de la piedad, el, más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo, famoso capitán romano, que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró (1) viéndose precisado á arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad y speto debido a las mujeres, queriendo se observase rigurosamente este precepto, aun sin embargo de ser los siracusos sus enemigos. Y para que todo se ejecutase como apetecía, primero que como vencedor mandase acometer y dar el asalto á la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza á todo el que fuese libre (2); con todo, asolaron la ciudad conforme al estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifleste que un general tan casto y clemente como Marcelo mandase no se molestase ni hiciese daño á los que se refugiasen en tal ó tal templo. Cuyo decreto, sin duda, no dejaría de referirle, así (1) Livio, en el lib. 20, dice que Marcelo se puso á examinar desde las más altas cumbres la ciudad, y viendo era la más hermosa que se conocía en aquella época, lloró copiosamente en fuerza de la alegría que le causó de haber ganado plaza tan admirable y tan fortalecida en aquellos tiempos, por lo que babía de ser mayor su gloria.

(2) Livio, en el lib. 25, dice que Marcelo, por su edicto, sólo dejó libres las personas, pero las alhajas y demás efectos dierun á los soldados como presa; de modo que el edicto sólo conspiraba á que quedasen ilesos en su vida los hombres y nidos, y las mujeres en su vida y honestidad.