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La ciudad de Dios

al linaje humano, fué el mismo que dió el reino á los romanos cuando quiso y en cuanto quiso, y el que le dió á los asirios, y también á los persas, quienes (dicen las historias de estos) adoraban solamente á los dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo hebreo, de quien ya dije lo que me pareció bastante, y cómo no adoró sino á un solo Dios, y en qué tiempo reinó. El que dió á los persas mieses sin el culto y religión de la diosa Segecia, el que les concedió tantos beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado á tantos dioses como éstos multiplican, dando á cada producción el suyo, y aun á cada una muchos, el mismo también les dió el reino sin la adoración y religión de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron á reinar: y del mismo modo les dispensó también á los hombres, siendo el que dió el reino á Mario el mismo que le dió á Cayo Cesar; el que á Augusto, el mismo también á Nerón; el que á los Vespasianos, padre é hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dió igualmente al cruel Domiciano: y ¿por qué no vamos discurriendo por todos en particular? El que le dió al católico Constantino, el mismo le dió al apóstata Juliano, cuyo buen natural le estragó por el anhelo y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad; en estos vanos pronósticos y oráculos estaba enfrascado este impío monarca, cuando asegurado en la certeza de la victoria mandó poner fuego á los bajeles en que conducía el bastimento necesario para sus soldados: después, empeñándose con mucho ardimiento en empresas temerarias é imposibles, y muriendo á manos de sus enemigos en pago de su veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no pudiera salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios Término (de quien tratamos en el libro pasado), no