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La ciudad de Dios

de ellos? Porque está fuera de toda controversia que semejantes dioses no podían dar ni aun el reino de la tierra, esto es, por sólo el especioso título de ser ellos dioses grandes y soberanos; y menos las felicidades mundanas, siendo así que éstas son unas cosas despreciables y de tan poco momento, que no se dignarían cuidar de ellas viéndose en tan encumbrada fortuna, á no ser que digamos que por más que uno, con justa razón vilipendie, considerando la fragilidad humana, los caducos títulos del reino de la tierra: estos dioses fueron de tal calidad, que parecieron indignos de que se les confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de ser correspondiente á su alta dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su custodia. Y, por consiguiente, si (conforme á lo que manifestamos en los dos libros anteriores) ninguno de los que componen la turba de los dioses, ya sea de los plebeyos ó de los patricios, es idóneo para dar los reinos mortales á los mortales, ¿cuánto menos podrá de mortales hacer inmortales? Y más, que si lo consultamos con los que defienden deben ser adorados los dioses, no por las felicidades de la vida presente, sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera se les debe tributar veneración, á lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como repartidas entre ellos y propias de la potestad peculiar de cada uno, porque así lo persuada la luz de la verdad, sino porque así lo introdujo la opinion común, fundada en la vanidad humana y en el fanatismo, como se persuaden los que sostienen que su culto es necesario para sufragar á las necesidades de la vida mortal, contra quienes en los cinco libros precedentes he disputado lo preciso cuanto me ha sido posible; pero siendo, como es, innegable nuestra doctrina; ai la edad de los que adoran á la diosa Juventas fuers más feliz y florida, y la de los que la desprecian se acabara en el