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San Agustín

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SAN AGUSTIN quier hombre, sino en el más bajo, humilde y despreciable, no sólo los oyen placenteros, sino que también los admiten sobre sí de buena gana; y no se contentan precisamente en consumir infinitas páginas en describir sus impurezas y delitos, sino que resuelven autorizadamente que esto es lo que agrada á los mismos dioses, y que por medio de semejantes representaciones teatrales debe aplacarse su ira. Dirá alguno: estos dos géneros, míthico y físico, esto es, el fabuloso el natural, debemos distinguirlos del civil de que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo declara el civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del fabuloso, supuesto que es falso, torpe é indigno; más el querer distinguir el natural del civil, ¿qué otra cosa es sino confesar que el mismo civil es asimismo mentiroso? Porque si aquél es natural, ¿qué tiene de reprensible para que se deba excluir? Y si éste que se llama civil no es natural, ¿qué mérito tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa por que primero escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas no siguió la naturaleza de los dioses, sino los institutos de los hombres. Examinemos, pues, al mismo tiempo la teología civil: el tercer género es, dice, el que en las ciudades los ciudadanos (con especialidad los sacerdotes) deben saber y administrar: en el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y sacrificios es razón que cada uno les ofrezca.

Veamos ahora también lo que se sigue: la primera teología, dice, principalmente es acomodada para el teatro; la segunda para el mundo; la tercera para la ciudad. ¿Quién no echa de ver quien dió la primera? Sin duda que á la segunda, de la que dijo arriba como era peculiar á los filósofos, porque ésta, añade, que pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más exce-