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La ciudad de Dios

labras manifestaban evidentemente que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios, quien había dicho, previendo los males futuros, que estas calamidades habian de venir al mundo, y por eso los que obedecieron á las persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos, no perdieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos á quienes pesó no haber asentido al consejo divino, dudosos del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, ai no ya con la ciencia del vaticinio, á lo menos en la experiencia, lo que debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel bien mismo con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer ultrajes y tormentos que manifestar y dar la mammona de la iniquidad ó sus haberes, seguramente que no eran buenos; pero á éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro, era necesario advertirles cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen á amar, especialmente al que se enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no á la plata ni al oro, pues el apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad, porque en la fuerza de los mayores tormentos nadie perdió á Cristo ni su protección confesando, y ninguno conservó el oro si no negando, y por eso las mismas afrentas que les da ban instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno, eran quizá de más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fru-