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La ciudad de Dios

Si añaden que muchos cristianos murieron también á los flilos de la espada, y que otros perecieron con crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades nos deben apesadumbrar, es una ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común á todos los que han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así á la que es larga como á la que es corta, las iguala y hace que sean una misma cosa mediante á que lo que de un mismo modo dejó ya de ser, ni uno es mejor ni otro peor, ó uno es más largo y otro más corto. Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede obligársele á que muera segunda vez, y, siendo positivo que é cada uno de los mortales le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ellas le ha de sobrevenir? Pregunto ¿si es mejor sufrir una, muriendo, ó temerlas todas, viviendo? No ignoro con cuánto temor elegimos antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y amenazas de tantas muertes, que, muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que el sentido de la carne, como débil, rehusa con temor, y otra lo que la razón del espíritu, bien ponderada y examinada, convence. No debe tenerse por mala muerte aquella á que precedió buena vida, porque no hace mala á la muerte sino lo que á ésta sigue indefecriblemente: por esto los que necesariamente han de motir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su muerte, sino del destino á donde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues, los cristianos, que fué mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios (1) «que (1) S. Lúcas, cap. XVI.