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La ciudad de Dios

CAPÍTULO XVII

Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero como es el demonio, sino de uno como es Jesucristo.


Y para remediar y reparar este quebranto, porque á la inmortal pureza que reside en lo sumo no pueden convenir las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es innegable que es necesario un medianero, pero no tal que tenga el cuerpo inmortal que parezca á los sumos, y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza que se semeje á los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes sí, por el contrario, nos favorezca para conseguir la salud espiritual, á no ser tal que, acomodado y ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la mortalidad del cuerpo, nos suministre los auxilios más eficaces y realmente divinos para purificarnos y libertarnos con la inmortal justicia de su espíritu, por la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino con la excelencia de la semejanza. Éste, siendo Dios incontaminable, no puede decirse que tuviese mácula alguna del hombre, de cuya carne se vistió, ó de los hombres entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y no son pequeñas en el ínterin estas dos saludables máximas que nos demostró con su Encarnación, que ni la verdadera Divinidad se puede contaminar con la carne, ni por eso debemos imaginar que los demonios son mejores que nosotros, porque no están vestidos de la humana naturaleza. Este es, como nos lo dice la sagrada Escritura (1) «el medianero de Dios y de los hombres (1) San Pablo, I ep. á Timoteo, cap. II, Mediator Dei et hominum Christus Jesus,