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La ciudad de Dios

alabanza en el ara ó templo vivo de nuestra alma, con el ardiente fuego de una caridad fervorosa. Con el laudable objeto de poder ver á este Señor del modo que puede ser visto y de unirnos con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas de los pecados y apetitos malos é impuros, y nos consagramos bajo sus divinos auspicios, en atención á que el Señor Dios Todopoderoso es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza, es el único fin de todos nuestros deseos, y eligiendo á este Señor por nuestro único Dios, ó, por mejor decir, reeligiéndole, por cuanto siendo indolentes y negligentes le hemos perdido; reeligiéndole, digo, de cuyo verbo dicen procedió la voz Religión, caminemos á él por la predilección y el amor, para que, llegando á gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos eternamente en aquellas moradas eternas donde seremos ciertamente bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos perfectos; nuestro bien y única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres disputas entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo incorpóreo, si puede decirse así, ó con la espiritual unión de este gran Dios, el alma intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes, pues este es el sumo bien que nos manda amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y evangelista San Mateo: «con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra virtud.» A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir y encaminar los que verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir á los que amamos tiernamente. Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos divinos, en los cuales, como en compendio, está cifrado lo que contiene la ley y los profetas: «Amarás á Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu, y amarás á tu prójimo como á ti mismo.» Para