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San Agustín

que el hombre supiese amarse á sí mismo le determinaron un fin al cual refiriese todas sus acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama á sí mismo no apetece otra felicidad que el ser bienaventurado, cuyo último fin no es otro que unirse con Dios; por consiguiente, el que sabe amarse á sí mismo, cuando le mandan que ame al prójimo como á sí mismo, ¿qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere le encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, esta la verdadera religión, esta la recta piedad, este es el servicio y obsequio que se debe solamente á Dios. Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que sea su virtud, si nos ama como á sí misma, quiere, para que seamos eternamente felices, que estemos sujetos y rendidos á aquel Señor á quien es—tando ella igualmente subordinada, es bienaventurada; luego si no adora á Dios es miserable, porque se priva de la felicidad de ver á Dios; pero si adora á Dios, no quiere que la adoremos por Dios; por el contrario, ratifica y favorece con el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina sentencia donde dice la Escritura (1). «Cualquiera que sacrificase á otros dioses que al Señor verdadero, sea castigado con pena de muerte. Y omitiendo por ahora otras referencias que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos á Dios, á lo menos no hay hombre sensato que se atreva á decir que lo que es el sacrificio no se deba sino solamente á Dios. Muchos ritos hemos tomado efectivamente del culto divino, y los hemos transferido y acomodado á las ceremonias con que honramos y reverenciamos á los hombres, ya sea por la demasiada humildad, ya por la lisonja maligna; pero á los que atri(1) Exód. cap. XXII, y Libro de los Números, cap. XX: Sacrificans Diis eradicabitur, nisi Domino soli.