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La ciudad de Dios

nas escrituras), no obstante, en que liayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su resurrección; pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles é inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos inmortales de bienaventurados para siempre, ¿qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe cristiana, sino que es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿O acaso os corréis ó avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus soberbios. En efecto; causa pudor á los varones doctos el imaginar que los discípulos de Platón vengan á ser al fin discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó á un pescador á que supiese radicalmente y dijese: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y Dios era el Verbo: esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas por él mismo, y sin él nada se hizo: lo que se hizo en él mismo era la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz en las tinieblas eran luces, y las tinieblas no las comprendieron». Esto es: Jesucristo es el Hijo de Dios, el Verbo del Padre, que le engendró á él sólo de un modo purísimo antes de todo tiempo y antes de todas las cosas criadas por un solo acto de su entendiamiento di vino, y, por consiguiente, él es su palabra substancial é interior, por la cual no sólo se ha dado á conocer a los hombres en la plenitud del tiempo, mas también se habla y se representa á sí mismo sus infinitas perfecciones por toda la eternidad. Este Verbo, pues, subsiste desde el principio, y siempre ha estado