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La ciudad de Dios

á esta novedad tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia (ya sea dada el alma á un cuerpo, ya sea que cayó en él) pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni aon, sin embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse á sí misma por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista á la divina Providencia, de manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos á negar que pueda Dios hacer, no para si, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho, ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren libertado ya no han de incidir en la miseria; pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto á lo menos conceden, si es así, que se crían nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y nueva libertad; porque si dijeren que son las antiguas y retroceden á las sempiternas, de las cuales diariamente se hacen nuevos hombres, de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente, salen libres, de manera que nunca más vuelven á la miseria, han de decir, por consiguiente, que estas almas son infinitas; pues por grande que se suponga que haya sido el número de las almas, no pudiera ser suflciente para los infinitos siglos atrasados, á efecto de que de ellas se fuesen haciendo siempre los hombres, cuyas almas se hubiesen de ir librando siempre de esta mortalidad para no volver después más á ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de almas.

Por lo cual, quedando ya excluídas aquellas revolucio-