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San Agustín

CAPÍTULO XXVI

Que se debe creer que la felicidad de los que vivían en el Pa raiso pudo cumplir el débito de la generación sin el apetito vergonzoso.


Así que, vivía el hombre en el Paraíso como quería, entretanto que quería lo que Dios mandaba; vivía gozando de Dios, con cuyo bien era bueno; vivía sin mengua ó necesidad de cosa alguna, y así tenía en su potestad el poder vivir siempre. Abundaba la comida porque no tuviese hambre, la bebida porque no tuviese sed. Tenía á mano el árbol de la vida porque no le menoscabase la senectud, ni había género de corrupción en su cuerpo, ni por el cuerpo sentía alguna especie de molestia, no había enfermedad alguna en la interior, ni en to exterior temía herida alguna, gozaba de perfecta salud en el cuerpo, y de cumplida tranquilidad y paz en el alma; y así como en el Paraiso no hacía frío ni calor, así para los que en él vivían no había objeto que, por deseado ó temido, alterase su buena voluntad. No había cosa melancólica y triste, nada vanamente alegre.

El verdadero gozo se iba perpetuando con la asistencia de Dios, á quien amaban con ardiente caridad, con corazón puro, con ciencia buena y fe no fingida, y entre los casados se conservaba fielmente la sociedad indisoluble por medio del amor casto. Había una concorde vigilancia del alma y del cuerpo y una observancia exacta del divino precepto, sin fatiga. No existía cansancio que molestase al ocio, ni sueño que oprimiese contra la voluntad, donde había tanta comodidad en las cosas y tanta felicidad en los hombres. Dios nos libre de sospechar que no pudieron engendrar sus hijos sin intervención de la torpeza del apetito, sino que aquellos miem-