que el mismo Dios, por medio de la criatura que le está sujeta, hable y predique en especie humana á los sentidos corporales, ya sean los del cuerpo, los que se nos ofrecen muy semejantes á ostos en sueños, si deja Dios de gobernar el espíritu con su interior gracia, no hace impresión en el hombre ninguna verdad que le prediquen. Y suele Dios hacerlo así, distinguiendo los vasos de ira de los vasos de misericordia con la dispensación que sabe, aunque muy oculta, pero muy justa; porque ayudándonos su Divina Majestad de un modo admirable y secreto cuando el pecado que habita en nuestros miembros (que mejor podemos llamarle pena del pecado) como lo prescribe el apóstol (1): «no reina en nuestro cuerpo mortal para obedecer á sus apetitos y deseos», ni le damos nuestros miembros para que le sirvan como de armas para la maldad, nos convertimos al espíritu que, gobernándole Dios, no consiente, con su auxilio, en cosas malas; y este espíritu le tendrá ahora el hombre, dirigiéndole aquí con más tranquilidad, y después, habiendo ya cobrado eteramente la salud y tomada la posesión de la inmortalidad sin pecado alguno, reinando con paz eterna.
CAPÍTULO VII
á los romanos, cap. VI. Non regnat in nostro mortali corpore ad obediendum desideriis ejus.