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La ciudad de Dios

misericordia», y de aquella que no pretende en la tierra la gloria vana del nombre célebre, porque «sólo es bienaventurado aquel que pone su confianza en el nombre del Señor y no mira á las vanidades y falsas sandeces de los hombres». Así, pues, habiendo propuesto dos ciudades, una en la posesión de este siglo y otra en la esperanza divina, ambas extraídas como de una común puerta de la mortalidad que se abrió en Adán para que corran y discurran á sus distintos, propios y debidos fines, empieza la cuenta y enumeración de los tiempos, en la cual se añaden asimismo otras generaciones, haciendo la recapitulación desde Adán, de cuyo origen y estirpe condenada como de una masa justamente anatematizada, hizo Dios á unos, para deshonra é ignominia, yasos de ira, y á otros, para honor y gloria, vasos de misericordia; dando á los unos lo que se les debe en pena de su crimen, y haciendo á los otros merced de lo que no se les debe en la gracia; para que por la misma comparación y cotejo de los vasos de ira, aprenda la ciudad soberana que peregrina en la tierra á no confiar en los sentimientos del libre albedrío, sino á esperar invocar el nombre del Señor Dios. Porque la voluntad en la naturaleza, siendo Dios bueno, la hizo buena; pero siendo en sí mismo inmutable, la hizo inmutable, pues la hizo de la nada y puede declinar de lo bueno para hacer lo malo, lo que se ejecuta con el libre albedrío; y puede declinar de lo malo para hacer lo bueno, lo cual no se hace aino con el favor y auxilio de Dios.