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San Agustín

CAPÍTULO XXII

De la caída de los hijos de Dios porque se aficionaron á las mujeres extranjeras, por lo que todos, exceptuadas ocho personas, mrecieron perecer en el Diluvio.


Propagándose y creciendo el humano linaje con el libre albedrío de la voluntad, participando de la iniquidad, vino hacerse una mezcla y confusión de ambas ciudades, cuya desventura principió nuevamente de la mujer, aunque no del mismo modo que al principio, porque aquellas mujeres no hicieron entonces pecar á los hombres, alucinadas ó seducidas por cautela de alguno, sino que los hijos de Dios, esto es, los ciudadanos de la ciudad que peregrina en el mundo se aficionaron á las que desde el princípio se criaron con malas costumbres en la ciudad terrena; es á saber, en la sociedad y congregación de los terrígenos por la gentileza y hermosura de los cuerpos de ellas, cuya hermosura, aunque es un don de Dios bueno y estimable, sin embargo, lo concede también á los malos, porque no les parezca una singular prerrogativa y gracia á los buenos. Así que, desamparando el bien incomparable, propio y característico de los buenos, se abatieron y humillaron al bien mínimo, no peculiar de los buenos, sino común á los buenos y á los malos. Y de este modo los hijos de Dios se enamoraron de las hijas de los hombres, y para alcanzarlas por mujeres y gozar de su hermosura, se pasaron y acomodaron á las costumbres de la sociedad y congregración terrígena, desertando de la piedad que guardaban fielmente en la sociedad y congregación santa.

Porque se aprecia mal la hermosura del cuerpo, que es un bien criado por Dios, bien que es temporal, carnal é inferior, dejando á Dios, bien eterno, inter-