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La ciudad de Dios

la tierra donde el sol nace, cuando se pone respecto de nosotros, que pisan lo opuesto de nuestros pies, de ningún modo se debe creer, porque no lo afirman por haberlo aprendido por relación de alguna historia, sino que con la conjetura del discurso lo sospechan. Porque como la tierra está suspensa dentro de la convexidad del cielo, y un mismo lugar es para el mundo el ínfimo y el medio, por eso piensan que la otra parte de la tierra que está debajo de nosotros no puede dejar de estar poblada de hombres; y no reparan que aunque se crea ó se demuestre con alguna razón que el mundo es de figura circular y redonda, con todo, no se sigue que también por aquella parte ha de estar desnuda la tierra de la congregación y masa de las aguas, y aunque esté desnuda y descubierta, tampoco es necesario que esté poblada de hombres, supuesto que de ningún modo hace mención de esto la Escritura, que da fe y acredita las cosas pasadas que nos han referido; porque lo que ella nos dijo se cumple infaliblemente, y demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte á aquélla, para que también allá los descendientes de aquel primer hombre viniesen á multiplicar el linaje humano. Busquemos, pues, entre aquellos pueblos, que se dividieron en setenta y dos naciones y en otros tantos idiomas, la Ciudad de Dios, que anda peregrinando en la tierra, la cual hemos continuado y traído hasta el Diluvio y el arca, y hemos manifestado que duró y perseveró en los hijos de Noé por sus bendiciones, principalmente en el mayor, que se llamó Sem, porque la bendición de Japhet fué que viniese á habitar en las casas de su mismo hermano.

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