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San Agustín

que deseaban tocar el árbol cuya fruta les estaba prohibido que comiesen, pero que temían morir, y que, según esto, ya el deseo, ya el miedo, inquietaba á aquellos espíritus en aquel delicioso jardín? Mas librenos Dios de imaginar que hubiera cosa semejante donde no había género de pecado; porque no deja de ser pecado desear lo que prohibe la ley de Dios, y abstenerse de ello por temor de la pena, y no por amor á la justicia.

Dios nos libre, digo, que antes de haber pecado alguno, cometiesen ya allí el de hacer respecto del árbol de la fruta prohibida, lo que de la mujer dice el Señor: «Que el que mira á la mujer para desearla, ya peca con ella en su corazón». Así pues, tan felices como fueron los primeros hombres sin padecer perturbación alguna de ánimo, y sin ofenderles incomodidad alguna del cuerpo, tan dichosa fuera la sociedad humana si ni ellos cometieran el mal que traspasaron á sus descendientes, ni alguno de sus sucesores cometiese pecado alguno por donde mereciera ser condenado. Y permaneciendo esta felicidad hasta que por aquella bendición les dijo Dios «creced y multiplicaos» (1) se llenara y cumpliera el número de los santos predestinados, y consiguieran y se les diera otra mayor, cual se les dió á los bienaventurados ángeles, donde tuvieran seguridad cierta de que ninguno había de pecar, y que ninguno había de morir; y fuera tal la vida de los santos después de no haber sabido qué cosa era trabajo ó dolor ni muerte, cual será después la experiencia de todas estas cosas en la incorrupción é inmortalidad de los cuerpos, cuando hubieren resucitado los muertos.

(1) Génesis, cap. I: Crescite et multiplicamini.