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JURAMENTO

parte, acongojábase en el pasmo de una abismadora claudicación; mientras por el aire, difluyendo con zurdas gambetas su flaccidez de hilacha, el ave, a flor de tierra, cual una almita negruzca, atenuaba un vago aleteo de pluma floja cuyo vuelo eludía la fuga con furtiva guiñada, calladamente, como atufado en felpa. El oficial habló por fin, y esa noche, desde el corredor oscuro, eligieron la estrella de su suerte común en el cielo de la patria.


—... siempre! respondió la señora.

Para la eterna súplica, la constante promesa de eternidad. Abríase la noche sobre sus cabezas á modo de una profunda flor. Por el cénit, las estrellas de Orión se destacaban entre todas como un señuelo de siete ovejitas blancas. La contemplación adormecía sus tiempos. La prodigiosa vida de los astros insinuaba en sus pechos un indeciso afán. Alguna frase venía en recuerdo del pasado, pues el porvenir se desvanecía en el optimismo de sus mirajes. Refería ella sus ensueños; él su animosidad, sus torturas cuando creyó en la befa aquel día; y cómo se le entró por el pecho el cariño semejante al arrullo de una tórtola invisible. Bebían el estío en las auras con una suerte de