Caminaban lentamente por un callejón de cercos entretejidos de enredaderas. El ocaso proyectaba sobre la inmensidad flabeliformes haces rosas. Algunos balidos cruzaban el ámbito. En las chozas encendían fogatas claras.
La joven seguía con más pausa aún, y dominada por el estupor que comportaba su regocijo. Mullíase la tierra bajo sus pies. El alma se le guarecía muy adentro con una especie de pavor. Sentíase desamparada en medio de una gran luz. Así, tal vez, sería la muerte...
El oficial meditaba también. En ese momento, la pugna de su lealtad con su amor, se decidía. ¡Con ella, sí, con ella hasta la muerte! La gloria, la carrera truncada, la posible tacha de defección?... Qué importaba! solo en el mundo, sin un cariño, no cifró en ella durante las malas horas toda la excelencia de su querer?
La ceja de la naciente noche subía. Bucólico vientecillo los abanicaba como lánguido tafetán. Un atajacaminos se levantó casi de sus pies, voló abajito un instante, se ocultó más allá, surgió de nuevo. Con notable atención seguían sus cabriolas casi interesados en que loqueara sin pararse para retardar la ya inevitable decisión.
El militar, poco a poco, se angustiaba con la sensación de una inmensa vaciedad. Ella por su