la piel extendía su revés de láctea blancura; y fruncidos de crispaciones, iban apareciendo los matambres en que se ampollaba espumoso visco. Algún cintarazo espantaba á los perros que lamían la desolladura, levantando del belfo enjambres de moscas.
Junto al fogón, en la ramada, una mujer disponía ollas para derretir la gordura. Más allá, en un mortero, otras dos á golpes alternos de maza molían la chuchoca — el maíz de lujo recogido pintón y secado así al horno para endulzarlo; pues un locro formaba el potaje del día, al par de la chanfaina y del pastel de libra.
Carne gorda arriba, ese novillo yaguané. Cimarrón pícaro, no bien lo aseguraron en la aguada, rompió el cerco y atropelló arrollando todo. Pretendíase que algunos morían de sed por no caer a la represa. Otros, los enteros, se encastillaban ahí cerquita, no más. Pasado el primer ímpetu de pavor, lo arrostraban a la brusca, irguiendo el testuz, mosqueando la oreja, como clavo de punta el ojo, prontos á venirse sobre el lazo en un bote ventajero, el morro á ras de tierra, la papada cimbrándose entre las manos.
Aquel novillo se portó maula; huyó, y lo malogran á la fija, si un concurrente no se comide. Le faltaba lazo, iba en pelo, y para colmo, estorbado