embastecía sin disimular su vigor pregonado por su fértil vello; y los soles que lo atezaron en la campaña no habían marchitado enteramente su cálida palidez. Deliraba con luchas y correrías, no recordaba al viejo ni á los niños. Claro! Militar cuadrado, su alma de hierro no albergaba una memoria para aquellos seres.
Una noche habló por fin de su pueblo, de Lima, en una charla incoherente que mezclaba nombres de regimientos realistas a proezas de caballos. Entonces ya no le perdonó la señora. Además de enemigo, resultaba traidor — cierto! — traidor, esclavo del godo. Para qué servía ya?...
Á pesar de la antipatía, más se empeñaba por él en una especie de clemencia desdeñosa. A su cabecera se lo pasaba, con una apatía invencible que sólo sacudía para propinar las prescriptas pócimas: cortezas febrífugas o vulnerarias mixturas que la médica elijaba en secreto. Aborrecía a esa comadre. Su nariz oleosa, las hileras de porotos partidos que subcercaban sus órbitas, su cutis percalizado por la vejez, su truhanería siniestra á la que coadyuvaba cierta majestad científica, doblaban de terror la malquerencia. Estremecíala el chancleteo de sus ojotas. Al decir de las gentes, provocaba lluvias estaqueando panza arriba al sol, sapos que flagelaba con ortigas. Y recelábase por igual sus