Pero los campos verdes enmelaban más que nunca sus aromas. Tal cual jilguero albriciaba idilios, y una como demisión infantil amansaba sus corazones. La patria, el rey, la guerra, convertíanse en una afable divinidad que desde el ápice de sus eternidades los anegaba en su compasión inmensa; y sus almas disolvíanse en esa bondad como dos gotas de miel en una tisana.
La convalecencia seguía. Llegó la oportunidad de los paseos al atardecer; hasta el corral donde bullían los cabritos de la parición reciente. La primera vez ella había invitado como al descuido, con volubilidad que enmascaraba inquietudes. Compareció el oficial en el patio, lleno de barbas, encabestrillado aún. Los peones soslayando torvas miradas, saludaron silenciosos; los perros arrufaron, oliendo en el hombre aquel algo enemigo.
El oficial se demudó. Sin un gesto, tremantes los labios, cruzó a la par de la señora. Ella, con una mirada, contuvo la manifiesta ojeriza; mas el paseo fracasó. Volvieron más apartados que al salir, extremando él hasta la minuciosidad su cortesía.
Lo odiaban... Bueno! y qué? Cosa más sencilla!... Pero él por su parte... De no recobrarse á tiempo, espantaba a sablazos semejante ralea. Mas si la suerte le deparaba esa amargura, el rey merecía más. Esa misma noche definiría su posición, pro-