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todos esos leves rumores campestres que constituyen la armonía melancólica de la noche, tan poéticos para los que gozan, eran horribles para Esteban.

Le parecían emanaciones amenazadoras de la eternidad.

Su estado era horrible.

La incertidumbre, cuando se trata de la vida, es el mayor de los tormentos: las contracciones nerviosas producidas por el terror, insoportables, y con mucha frecuencia mortales: la peor afonía es aquella que nos hace ver la muerte avanzando lentamente Inicia nosotros.

Cada momento que trascurre en una situación semejante, es una eternidad de penas desconocidas, inconcebibles.

Esteban no apreciaba, no podia apreciar la duración del tiempo: no pensaba, sentía, y sentía de una manera horrible.

Al fin escuchó pasos: este fué un nuevo acrecimiento de terror.

¿Qué otro peligro se acercaba? ¿Quién era quien llegaba?

El bandido guardián se levantó.

El otro fraile apareció poco después.

En silencio como antes se acercaron á Estéban, le quitaron la mordaza y le desataron.

Luego se alejaron rápidamente y desaparecieron.

Estéban se puso trabajosamente de pié: si hubiese sufrido una larga y dolorosa enfermedad, no se hubiera encontrado más débil ni más calenturiento.

Necesitó apoyarse en el tronco de un árbol para sostenerse de pié.

Pero la reaccion se fué operando rápidamente: después de algunos minutos Estéban recobró sus fuerzas y pudo hacerse cargo de su situación.

Un copioso sudor frió le inundaba.

En vano quería esplicarse la significación de lo que acababa de pasar por él.

No se le habia quitado nada de lo que llevaba encima: sido le faltaban sus pistolas.

Volvió á pensar que el objeto de aquellos dos estraños bandidos no habia sido otro que apoderarse de la yegua y del carruaje.

Era necesario cerciorarse de esto.

Estéban hizo un nuevo esfuerzo, se irguió y se puso en marcha hácia el camino.

Allí con una grande sorpresa encontró el carruaje.

La yegua alentaba fuertemente como por resultado de una gran fatiga.

Estéban la reconoció.

Estaba cubierta de un copioso sudor.

Todo inesplicable: todo misterioso: Estéban veía algo terrible detrás de aquel misterio: algo pavoroso, pero indeterminado, oscuro.

¿Qué debia hacer? ¿Volverse á Leganés ó continuar hácia Madrid?

En Leganés no le esperaba nada: en Madrid Elena estaba sin duda impaciente, temiendo tal vez que á Estéban le hubiese acontecido una desgracia.

El corazón del joven le impulsaba á Madrid: por otra parte, habiendo salido de, un tal y tan enorme peligro, no era de presumir le aguardase otro en lo que fallaba de camino.

Estéban sacó su reloj: pero estaba tan oscura la noche, que le fué imposible ver la hora.

—Y bien, dijo, por tarde que sea, ella me esperará; podré hablarla como otras noches por el ventanillo de la tienda.

Y saltó en el carruaje: al poner una mano sobre el almohadón sintió una especie de humedad particular: tropezó, además, ron una pistola.

La examinó: su dedo pequeño tocó la bala á poca distancia del cañón: era un pistolete de buen calibre pero de cañón muy corto y á bala forzada: buscó el otro y no le encontró.

Esto era una nueva cosa estraña; una nueva voz misteriosa.

Buscando habia tocado en el interior del carruaje algunos lugares húmedos.

Un nuevo pavor trabajaba el alma de Estéban.

—Adelante, dijo: en fin, lo que sea resultará.

Y lanzó la yegua, que como si se hubiera creido también en peligro partió al galope hácia Carabanchel Alto; es decir, en dirección á Madrid.

Al montar una pequeña loma, al revolver un recodo del camino, apareció á una cierta distancia entre la sombra un punto rojo y luminoso.

Aquella luz provenia del ventorrillo del Cojitranco, situado sobre el camino á poca distancia de Carabanchel de Arriba.

Estéban sentia una sed devoradora: apretó la yegua, y en pocos momentos estuvo en el ventorrillo.

El Cojitranco, que era un hombrecillo alegre, como de unos cincuenta años, estaba á punto de cerrar la puerta.

Su mujer, obesa individua, de la misma edad, de semblante bonachón y rudo, lavaba las vasijas en el mostrador.

—¡Calla! dijo el Cojitranco reconociendo el carruaje que acababa de pararse á su puerta, y dirigiéndose á su mujer: ¿no te decia yo que no podia faltar? ¡Aquí está!

Estéban tenia la costumbre de tomar un vaso de vino ó una copa de aguardiente en el ventorrillo cuando iba y cuando venia.

Era un pequeño parroquiano semanal.

—¡Tarde se viaja esta noche, don Estéban! dijo el Cojitranco: ¡buenas noches! ¿Vá bien?

—Perfectamente, Cojitranco: ¡buenas noches! buenas noches, señora Petra.

—Buenas noches, don Estéban, dijo ésta: ¿cómo tan tarde? ¿Se le van á usted resfriando los amores de Madrid? Porque usted allí, á la fuerza tiene una novia.

—Me he entretenido un poco, dijo Estéban, que no se atrevió á contar su aventura del Arroyo de Butarque.

—Pero señor, dijo el Cojitranco, ¿qué le sucede á usted, don Estéban? ¡Tiene usted una cara de desenterrado! ¿Le ha pasado á usted algo?

—Absolutamente nada, contestó Estéban; es que estoy algo malo: déme usted una copa de aguardiente con agua, señora Petra: esto pasará.

Estéban creyó notar un cambio marcado en la fisonomía de los dos esposos: entre ellos se habia cruzado una mirada de inteligencia. ¿A qué propósito? Estéban no se lo podia esplicar, no quería preguntar; bebió la copa de aguardiente con agua que le dió la señora Petra, y miró su reloj: eran ya las once.

Pagó, se despidió, se metió de nuevo en el carruaje y se alejó al galope.

—¡Has visto! dijo la señora Petra á su marido de una manera particular.

—Si, mujer, si, he visto, dijo el Cojitranco.

—Lo que don Estéban tiene en el pulpejo de la mano derecha y en la manga de la camisa, es sangre.

—Si, mujer, si.

—¡Y qué cara la de don Estéban! no parecía sino que venia de hablar con todos los diablos.

—¡Ya! ¡ya! pero mira Petra: ¿á nosotros qué? Yo creo que don Estéban es un hombre de bien; pero no hay que liar en las apariencias: hay catedrales que parecen ermitas: anda, si ha sucedido algo, ello resultará: nosotros no tenemos que ver nada en esto: nosotros no tenemos que decir á nadie lo de la sangre. ¿Quién sabe lo que eso es?

—Pero ya sabes tú que la justicia hulusmea mucho: si nos preguntaran...

—¡Diablo! Si nos preguntara la justicia, con decir la verdad, asunto concluido: vamos, vamonos á acostar que es ya tarde.

Algunos minutos después el ventorrillo del Cojitranco estaba absolutamente silencioso y oscuro.

IV.
AVARICIA, REVELACION Y CRIMEN.

El uno de los frailes bandidos que se habia alejado dejando al otro de guardia junto á Estéban, montó en el carruaje, y por un gran rodeo, cuidando de no ser visto, y á través de las tierras de labor llegó cerca de la casa de la Enramadilla, y dejó á poca distancia el carruaje entre una espesura.

La casa estaba completamente aislada y lejos de otras habitaciones, en el punto medio del ángulo determinado en el terreno por los arroyos de Butarque y de la fuente, v como á un cuarto de legua del lugar donde habia quedado Estéban.

La casa de doña Eufemia estaba sobre un gran terreno no acotado, sobre una especie de pradera perteneciente al común de Leganés.

En los limites de esta pradera, en toda la circunferencia, se veían los vallados y los árboles frutales de muchas huertas.

Este lugar de dia era muy pintoresco, y estaba animado, porque los vecinos de Leganés llevaban sus bestias á pastar en la pradera.

Pero por la noche, y singularmente cuando era oscura, este lugar aparecía estremadamente solitario, silencioso, medroso, lúgubre.

La casa de la Enramadilla, mezquina, con su pequeño cercado de tapias muy bajas, se hundía entre aquella sombra, entre aquella medrosa lobreguez.

En un accidente cualquiera, nadie podia oír los gritos de los moradores de la casa en cuestión.

La única seguridad de aquella casa era la conciencia pública de que en ella no vivía más que una vieja miserable, y que los cuatro trapos viejos que de allí se podían sacar no merecían la pena de ponerse gravemente faz á faz de la ley.

Doña Eufemia habia sabido establecer perfectamente su miseria, y nadie sabia que tenia dinero más que Estéban por el relato de Elena.

Estéban no habia hablado de esto á nadie más que al albeitar, y aun asi recientemente.

Todo el mundo sabia que Elena vivía del trabajo de sus manos.

Lo único que hubiera podido tentar á un ratero era el piano, y este se lo habia llevado consigo Elena á Madrid.

En los pueblos son muy curiosos, se ejerce por todos una policía reciproca, y se sabe todo lo de todos.

Se sabia, pues, que doña Eufemia se alimentaba de sopas y potajes, que comia con cubierto de metal, que su lencería estaba en mal estado.

Doña Eufemia no tenia ni aun siquiera una gallina que la pudiese ser arrebatada.

Una pobreza pública, una pobreza solemne y profunda, era, pues, la mejor defensa de que pudiera haberse provisto doña Eufemia.

—Supuesta esta miseria fria y desnuda, ¿qué buscaba el fraile misterioso, que envuelto en la sombra adelantaba hácia la casilla?

Nuestros lectores entreven ya, sin duda, el espantoso drama que se preparaba: nuestros lectores han visto, porque nosotros no hemos hecho de ello un misterio, en los dos frailes que habían asaltado en el Arroyo de Butarque á Estéban, á Juan el Pintado y á don Nicolás Angulo el Caballero. En las intenciones del Pintado, acercándose envuelto entre un profundo misterio, después de una larga y fria premeditación á la casa de la Enramadilla, algo más que un ladrón, algo más que un asesino vulgar, algo que pertenece á lo monstruoso.

El Pintado dió una vuelta alrededor de la casa escuchando atentamente.

Todo estaba envuelto en el más profundo silencio: no se veía ni el menor indicio de luz en el interior.

Después de algunos minutos de observación profunda, el Pintado escaló en silencio la tapia.

—Es necesario acabar, dijo cuando estuvo dentro: cada instante que trascurre cuando se trata de estos negocios, puede traer un peligro: ¡ah! y es necesario que yo me vengue; es necesario que yo despedace el corazón de esos dos miserables; es necesario que los que adivinen lo que yo be hecho, respeten al Pintado, se asusten al solo pensamiento de injuriarle: ¡ah! ¡Ah! ¡y yo la amo todavía! ¡yo estoy loco por ella, y ella me ha mordido en el corazón, ella me ha arrancado las entrañas! ¡ella me ha deshonrado!

El Pintado no decía estas palabras, las pensaba: pero su aliento era una especie de rugido sordo de fiera hambrienta.

Acariciaba de una manera nerviosa los pistoletes de Estéban que llevaba en el bolsillo.

Era necesario entrar en la casa: llegar hasta el lecho de la vieja: inmolarla allí.

Anteriormente el Pintado habia reconocido la puerta: se la podia forzar simplemente con un puntapié.

El Pintado dió la vuelta para ganar la puerta.

De improviso se detuvo, se encogió, se redujo, se ocultó detrás de un arbusto.

La puerta de la casa se habia abierto, y habia aparecido doña Eufemia, con una candileja en la mano, encorbada, miserable, apoyada en un bastón-muleta.

La vieja avanzó, y cojeando, lenta, dió la vuelta á la casa y se metió en el sotechado que habia detrás de ella.

Una alegría de lobo, inundó el alma negra del Pintado.

Se acercó cautelosamente. Llegó á un punto desde el cual, envuelto en la sombra, podia ver á doña Eufemia.

Esta, se habia dirigido á un ángulo del sotechado, había puesto su lamparilla en un saliente de la pared, y se habia sentado en el suelo.

Se habia puesto á desembarazar de leña menuda, y de yerbas secas, el espacio que tenia delante de sí.

Aquel lugar no podia verse sino desde dentro del huerto desde un cierto lugar donde cabalmente se habia colocado el Pintado.

Este observaba con toda su alma.