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MANUEL GÁLVEZ

Preguntó, nadie sabía. Trepó al tren, recorrió el coche dormitorio.

— ¿Qué busca, señor? — le preguntaba el guarda al verle meterse en los camarotes.

— ¡Qué le importa!

Abria las puertas con estrépito formidable, metía la cabeza aunque hubiese gente. Llegó al último de todos.

— Está ocupado — dijo el guarda.

Don Nilamón empujó al hombre, abrió la puerta.

—¡Tío!

— Raselda, ¿qué es esto?

— ¡Perdón, perdón tío!

Raselda se arrojó a los pies del médico, llorando con ansias.

Y mientras Galiani se inclinaba cortésmente y sonreía, don Nilamón arrastraba de un brazo a Raselda, fuera del vagón.