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ción, las niñas no tendrían curiosidades malsanas que...

—¡Bah, bah, bah! ¡Pamplinas!

¿Qué era la coeducación de los sexos y la enseñanza de la reproducción? Imaginaciones de vulgares ninfómanos, nada más. Había mujeres tan viciosas que sentían placer sexual escribiendo en favor de esas teorías.

—Y dígame — continuó don Nilamón: — nosotros los hombres conocemos desde muchachos todos los misterios habidos y por haber. ¿Y qué? ¿Acaso dejamos de sentir curiosidades, como dice usté? Al contrario, hombre, nos gusta más, ¡qué badajo!

—Muy bueno, muy bueno — repetía Palmarín abriendo la boca de oreja a oreja.

— El doctor Arroyo nos tiene poca simpatía a los normalistas — dijo Solís sonriendo.

— Individualmente no; tengo infinidad de amigos normalistas.

Lo que "le daba en los nervios" era el sistema. Ah, y faltaba lo más divertido: la literatura de los normalistas. Desde el punto de vista estético el normalismo significaba la orgía del mal gusto, la apoteosis de la pedantería, el lugar común convertido en sistema. Los maestros literatos carecían de cultura clásica y escribían en un estilo desorbitado, pretensioso, hueco y cursi. En ciencia, el normalismo conducía a las pseudociencias, a las ciencias "de macaneo": como la sociología, la psicología experimental.

— ¿Me permite, doctor Arroyo? — preguntó Solís.

— Cómo no, mi amiguito, diga lo que quiera.

Solís declaró que él, aunque maestro normal, estaba de acuerdo con don Nilamón en cuanto al espíritu del normalismo. ¿Pero no creía el doctor Arroyo que se encontrarían análogos o peores defectos analizando el espíritu de la medicina o de la abogacía, por ejemplo?

— Es probable — contestó don Nilamón naturalmente.

Para Solís no había duda alguna. La práctica de una profesión acaba por modelar a quienes la ejercen en un sentido casi siempre opuesto al verdadero espíritu de la profesión. Nada más noble que la ciencia del Derecho,