Página:La maestra normal.djvu/54

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eran los cimientos, el punto de partida, el primer impulso. La dirección de una pelota dependía del movimiento del jugador: no se desviaba del camino que aquel le había trazado. Y el jugador era aquí la escuela.

— El hogar, la familia — le gritaba Pérez, que, como se había puesto nervioso con la discusión, tartamudeaba lastimosamente.

Y se metió a contar su vida, su educación. Sus maestros de primera enseñanza fueron unos pobres diablos. No aprendió nada con ellos. En el colegio nacional, donde cursó tres años, jamás se le ocurrió a nadie que él pudiera tener aptitudes artísticas. Sin embargo, un tío suyo vio claro. Se empeñó en que estudiara música, le costeó los estudios. En cuanto al carácter él salía a su madre, absolutamente a su madre. No debía "ni medio" a la escuela. Era su madre quien le había formado.

—¡Ah, la vida, la vida es la gran educadora! — repetía Solís.

Y si no, ahí estaba su caso para probarlo. Diez años de escuela normal no influyeron para nada en la formación de su espíritu. En cambio, los sufrimientos, la miseria, los años de Buenos Aires, donde conoció "toda clase de vida", le habían hecho tal cual era.

—¡Toda clase de vida! — exclamaba melancólicamente acariciándose el rostro.

— La escuela es todo, señor — sentenció el Director medio ronco y levantando su dedo amenazante.

Iame de la vi! — le contestó Palmarín, queriendo decir jamais de la vie, pues desde que era profesor de francés gustaba largar frasecitas en dicho idioma. — ¡Iame de la perra vi! — repitió.

Y se trenzaron. El Director, en actitud casi hierática, afirmó que los jóvenes no tenían derecho para tratar estas cuestiones. Ellos apenas comenzaban a conocer el mundo, no habían estudiado, no había vivido. Palmarín y Pérez se pusieron furiosos.

—¡No vale la pena, hombre! — gritaba don Nilamón desde la vereda.